Ya han pasado unos cuantos días
desde el 1 de octubre, el día del referéndum de autodeterminación en Cataluña.
Para quienes me conocen, o los que no, soy independentista. Desde muy joven que
quiero y anhelo ver a mi tierra convertida en un estado como los que hay por
todo el globo terráqueo. He tenido épocas más militantes y otras no tanto,
dependiendo del momento político o de mi momento personal. Pero desde hace unos
6 años, mi militancia o mi actividad independentista, ha ido en aumento.
Cataluña, tierra de paz, de pacto,
de negociación, de entendimiento, emprendió el 2010 un viaje que muchos de
nosotros, no sabíamos a dónde nos llevaría. Ese año, el Tribunal Constitucional
despojó a Cataluña de su dignidad como pueblo. Doce jueces recortaron un
Estatuto votado y refrendado por el pueblo catalán. La decisión de los
catalanes que votaron, no se tuvo en cuenta, no valía, estaba vacía de
contenido. En pocas palaras, mucha gente se sintió humillada.
Dicen que los procesos de
independencia duran entre 6 y 10 años, y tienen momentos álgidos donde todo
cambia. Obviamente es un proceso que no nace el año 1 y acaba el año 6, sino
que todo proceso tiene unos orígenes diversos y un poso de largos años
cociéndose en la sociedad.
Ese momento álgido llegó el pasado
domingo, 1 de octubre, cuando el Govern de la Generalitat de Catalunya, puso a
disposición de todos los ciudadanos catalanes la opción de votar en un
referéndum de autodeterminación.
La mañana del sábado 30 de
septiembre, me ofrecí a dormir en un colegio electoral. Quería participar en la
defensa del colegio electoral y poder permitir a la gente que quisiera, la
posibilidad de votar. Algunos pensaran, ¿dormir en un colegio electoral?
¿Defenderlo? ¿Qué diablos dice este loco? El objetivo puede llegar a ser
surreal, pero era este: defender el colegio, las urnas y las papeletas del
posible precinto del colegio y anulación del centro de votación por parte del
Cuerpo Nacional de Policía (CNP) o la Guardia Civil (GC) con un contingente de
10.000 policías venidos de otras partes del estado y repartidos por todo el
territorio catalán
En el colegio electoral, el Centro
de Formación de Adultos Freire, éramos unas 15 personas que nos ofrecimos a
dormir. En realidad, yo no dormí. Y con unos chicos, pasamos la noche charlando
o jugando a cartas. El ambiente era festivo, tranquilo y con un poco de
preocupación a medida que se acercaba la hora de recibir las urnas y la
posterior apertura del colegio electoral.
A partir de las 5:00 de la
madrugada, los colegios de toda Cataluña, se empezaron a llenar de gente.
Diversas asociaciones soberanistas como la Assemblea Nacional Catalana (ANC) o
Omnium Cultural (OC), distribuyeron mensajes a la población, el día anterior,
para que ésta saliera a defender los colegios del posible cierre por parte de
la Policía.
La tensión iba en aumento. La noche
iba dejando paso al día y a eso de las 8:00 de la mañana, llegó la urna, las
papeletas, los sobres y todo el material para poder realizar el referéndum.
Todos estábamos expectantes y emocionados por la llegada de las urnas. Y eso,
¿por qué? ¿Cómo se puede estar ansioso para que llegue una urna? ¿Pasa eso en
otras partes del mundo? ¿En otros procesos electorales?
Recuerdo el momento en qué llegó el
coche. Aparcó delante del colegio. Salieron tres personas, una con las urnas y
las otras dos, con algunos papeles. Había una alegría contenida. Grabé el
momento para la posteridad y se oyeron algunos cánticos como “Votarem!”, pero
muy tímidamente.
A la hora de constituir las Mesas
electorales, los titulares y suplentes no se presentaron y me ofrecí como
voluntario para ser uno de los tres miembros que configuraban las mesas, de un
total de tres. El responsable, nos juntó a los 9 voluntarios en la sala donde
tendría lugar el proceso electoral.
Momentos antes, nos llegaron
noticias que la policía había entrado en uno de los colegios de nuestro barrio.
Un barrio obrero, humilde, trabajador. Ese barrio, Trinitat Nova, es uno de los
que poseen la renta per cápita más baja de Barcelona, estando casi en la cola
de todos los distritos que conforman el municipio de Barcelona.
El momento que temíamos, estaba a
punto de llegar. Nos llegaban voces que la Policía había entrado con violencia,
repartiendo golpes a los que estaban en uno de los colegios electorales del
barrio. Yo, la verdad, no me lo podía creer. Durante los días anteriores, se
había hablado mucho de esa posibilidad, pero imagino que uno intenta negar esa
posibilidad por verla lejana o imposible de hacerse realidad.
Eran las 8:30 más o menos, y
estábamos a punto de constituir la Mesa cuando uno de los responsables del
centro, nos avisó que venía la policía. Las nueve personas más el responsable
del Govern, salimos despavoridos hacia la puerta principal, pero no nos dio
tiempo ni a salir del colegio. La gente que se estaba esperando fuera, entró
para defender el colegio. Pero detrás de ellos, venían unos 30 policías
antidisturbios, entrando a empujones, con violencia y asaltando un colegio
electoral.
Todo pasó bastante rápido, pero
recuerdo que nos empujaron, entraron avasallando. Frente a mí, empujaron a una
mujer de unos 70 años y, con voz trémula, empezó a decir: “Me han empujado!”.
Estaba nerviosa, con miedo, asustada. Temblaba. La calmé como pude, pero
seguían empujando. Grité como loco. No pude más. La indignación se apoderó de
mí. Un chico les gritaba indignado. Todos nos sumamos a su grito de lucha:
“Fora les forces d’ocupació!” Y también “Democràcia!”
Los antidisturbios hicieron un
pasillo de seguridad para que la policía de paisano, la encargada de sustraer
las urnas y todo el material, pudiera salir con seguridad. Mientras esperábamos
impotentes, llenos de incomprensión y rabia, pude grabar unos segundos, pero
cerré el móvil por miedo a que me lo quitaran.
Quería grabar el momento de la
usurpación y la violación del centro de votación por parte de la Policía. Era
algo que no podía entender, algo que no entra en los estándares de una
democracia avanzada, algo inaudito, temible y terrible. Utilizaron el miedo, la
fuerza bruta, la amenaza con sus escudos, sus porras y sus miradas de odio para
coartar un derecho básico, como es el derecho a votar.
Detrás de mí, vi a un padre. Había
estado hablando con él la noche anterior. Él no se quedó a dormir, pero esa
noche jugué a cartas con su hijo y otros compañeros suyos. Lo vi llorar de
impotencia, creo que abrazaba a su mujer.
Finalmente, la policía de paisano
salió con las urnas envueltas en una bolsa de basura negra. Salieron corriendo.
Salimos detrás de ellos. Recuerdo algunos policías haciendo ademán de utilizar
el escudo y vi a uno con una maza enorme. Gritábamos, no sé qué gritábamos en
algunos momentos, pero gritábamos. Quería decirles de todo. Pero sólo me salía
“Vergonya! Y “Votarem!”” No recuerdo si los insulté, la verdad. Puede que sí o
puede que no. No lo sé. Fue todo muy rápido, con una tensión enorme.
Cuatro o cinco furgonetas aparcadas
en la calle principal les estaban esperando. Entraron todos. De reojo, vi a una
furgoneta en la calle de abajo, que debía estar vigilando la salida posterior
del colegio por si salíamos por allá. Estaba indignado, los miraba con rabia y
cuando se fueron, los aplaudí. Los despedí aplaudiendo.
Aplaudí su cobardía. Porque eso es
simple y llanamente lo que pasó ese día, 1 de octubre, en muchísimos colegios
de Cataluña. La cobardía de un estado que utilizó, impunemente, la fuerza bruta
de sus cuerpos de seguridad, para coartar la libertad de una parte de su
población. Unos cuerpos pensados para proteger a la ciudadanía y que, en el
caso del día de votación, sirvió para reprimir la libertad individual de todos
y cada uno de los catalanes que fuimos a votar, quisieran o no, la
independencia de Cataluña.
Un sentimiento de impotencia se
apoderó de mí y creo que de todos los que estábamos allí. La noche anterior,
habíamos hablado de utilizar tácticas de defensa, sentadas en el suelo,
bloqueos de puerta. Pero no pudimos defender el colegio, nos pilló a todos de
sorpresa. Nos pasaron por encima y se llevaron las urnas.
El Govern, había anunciado poco
antes de que se produjera el ataque indiscriminado de la Policía, que para el
referéndum, había un censo universal. Eso daba la posibilidad a quiénes nos
habían robado y usurpado las urnas, la posibilidad de poder votar en cualquier
colegio electoral de Cataluña. Una jugada maestra del Govern que desactivó la
operación que se había gestado meses antes en alguna mesa del Gobierno de
España.
Volví a casa. Recogí mis cosas de la
noche anterior: la manta y una esterilla. Hablé con algunos que compartimos la
noche en vela. Nos dimos ánimos mutuamente y nos emplazamos a votar en otro
colegio. Nos dispersamos y unos fueron a votar al colegio más cercano
Lo primero que hice fue explicar a
mi mujer, mi familia y mis amigos lo que había pasado. Envié un mensaje de
audio por Whattsapp explicando lo sucedido. Estaba afónico, en serio. Me había
desgañitado chillando y gritando contra la Policía, contra la injusticia
perpetrada por el Gobierno de España. En mi vida, había vivido una situación
así. Era la primera. No sé si será la última, pero no la olvidaré jamás. He
asistido a múltiples manifestaciones donde podía darse alguna carga policial,
pero nunca pensé sentir la violencia de estado, tan sólo por ejercer el derecho
a votar.
Antes de llegar a casa, pasé por el
colegio donde yo estoy empadronado. Había muchísima gente votando. La noticia
que la policía había arrasado en otros colegios del barrio, ya había llegado.
Comenté el caso del CFA Freire a los que estaban allí. Había mucha cola y me
marché a casa para dejar las cosas y volver más tarde.
Sólo puedo entender la operación del
estado de una sola manera: inocular el miedo entre la población para que no
votáramos a través de la represión, la violencia, la amenaza, los golpes y la
presencia de armamento, expresamente prohibido, en Cataluña, como son las
porras extensibles y las escopetas con pelotas de goma. Ambas utilizadas ese
día 1 de octubre ante la población de Cataluña por parte de la policía.
Me duché, necesitaba una ducha. Me
vestí y salí con mi mujer a votar. Mientras esperaba para salir, vi las
primeras imágenes de la represión en otros lugares de Cataluña. Daba pavor.
Eran imágenes terribles. Así que, salimos a votar o, al menos, a intentar
votar. Las redes sociales, han sido en este 1 de octubre, y anteriormente
también, una herramienta indispensable para coordinar y vehicular toda la
información sobre el referéndum. Grupos en Telegram daban información
contrastada de los lugares donde la policía todavía no había intervenido.
Con esa información, mi mujer y yo
nos dirigimos a otro colegio electoral para poder votar. En algún momento pensé
que no podría votar. Las noticias no eran muy alentadoras. El dispositivo
policial había hecho mucho daño en mi barrio y, especialmente, en casi todo el
distrito. Quedaban pocos colegios donde votar.
Llegamos finalmente al colegio
Antaviana. Había gente haciendo cola. Me alegré que estuviera lleno de gente. Existían
rumores que la policía entraría en el colegio. De nuevo, la imagen de la visión
de los antidisturbios entrando con violencia podría volver a pasar. Decidimos
quedarnos. Quería ejercer mi derecho a voto. La dirección del colegio, hizo
evacuar a ancianos y niños para que no sufrieran daño alguno por si la policía
aparecía en el colegio. Muy triste.
Nos decían que el sistema
informático caía y volvía a funcionar. Finalmente, la cola avanzaba y llegó el
momento. Uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Toda la vida o casi
toda, esperando ese momento. El sólo hecho de poner una papeleta en una urna y
poder ejercer el derecho a voto para que el mundo o quién sea, escuchara mi
voz. Una sola voz que, junto a otras, se harían escuchar al final de la noche
ante el mundo.
Y voté. Sí, voté.
Puse la papeleta del SÍ en la urna. Aquella urna perseguida por la policía como
si fuera una delincuente, como si hubiera cometido el mayor de los delitos,
como si fuera el demonio en persona. Aquella urna recibió los votos de todo
aquél que quiso votar, tanto si fue SÍ como si fue NO.
Y después, lloré.
Sí, lloré. Lloré por todo lo que había pasado, por la impotencia sentida, por
la rabia contenida, por la esperanza aflorada, por los deseos de que un estado
no pisoteara mis derechos ganados, con sudor y lágrimas, por otros seres
humanos a lo largo de la historia para que otros pudieran ejercerlo.
Con un simple
gesto, el de poner un papel en una urna, creo humildemente, que contribuimos un
poco más a que el mundo fuera un poco más libre, más justo y más digno. Hubo
personas que no pudieron votar, pero salieron a la calle igualmente para
defender su derecho. La dignidad del pueblo de Cataluña salió reforzada. La
solidaridad entre sus conciudadanos es una de las armas más potentes que tiene
el ser humano. El trabajo en equipo, en red, interconectándose los unos con los
otros es un éxito incontestable.
En cambio, el
miedo te frena, te coarta, te limita, te empequeñece, te somete, te amedranta,
te chantajea. Eso es lo que buscaba el Gobierno de España cuando envió a todo
ese contingente de policías parar intentar frenar el referéndum de
autodeterminación. Con el uso de la violencia, pensaban amedrentar a todo un
pueblo. No lo consiguieron. Es más, diría que lo unió todavía más en los valores
que hacen de una sociedad más rica, más plural, más tolerante y más democrática.
Y al final,
votaron 3 millones de personas, muchas de las cuales, su voto fue secuestrado,
robado y usurpado por los policías obedeciendo órdenes del Gobierno de España.
Fueron votos violentados por la represión de un estado porque el miedo ha
cambiado de bando. El miedo de un estado a escuchar a sus ciudadanos, a no
importarle lo que piensan o sienten. Y ese miedo se convirtió en represión.
Del 1 de octubre,
los catalanes hemos aprendido una lección. O muchas, pero la que creo más
relevante es esta: que quién combate el miedo, la intolerancia y la violencia
de estado con determinación, dignidad, valentía, perseverancia y resistencia
pasiva, es capaz de alcanzar cotas de libertad jamás nunca vistas. Porque, como
dice alguien a quién amo: “No hay cosas imposibles, hay hombres incapaces”.